Cuento ganador de los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango: El caminante perdido | La Prensa Gráfica

2022-10-10 20:01:01 By : Ms. Vicky Fang

El caminante perdido es el cuento ganador de los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quezaltenango en su edición 2022. Su autor: el salvadoreño Carlos Ancheta.

Cuento ganador de los Juegos Florales Hispanoamericanos de Quetzaltenango: El caminante perdido

La oscuridad es la sangre de las cosas heridas. J. L. B.

Rambin, isla de Rügen, Alemania, año 2000

El 16 de octubre (a las nueve menos veinte de la mañana), fue encontrada muerta Elise Wender, de tan solo tres años de edad, en las orillas del mar Báltico que le correspondía a Rambin, en la isla de Rügen. El cadáver de la niña estaba boca abajo, con la cara totalmente sumergida en el agua y la arena, en la parte menos profunda de la playa. En su mano derecha tenía un tamborcito de soldado que suelen adornar los árboles navideños.

Era imposible que Elise Wender se hubiese ahogado sin la ayuda de otra persona, también era imposible que hubiese llegado por sus propios medios a esa parte de la playa; en medio de una noche tan larga y oscura… y tan fría, reflexionó conmovido hasta las lágrimas Jürgen Tecker, jefe de la policía de Rambin.

—Son más de tres kilómetros desde su casa hasta aquí —le recordó al jefe de la policía Johann Mayer, el joven que se había convertido en su hombre de confianza.

Jürgen Tecker caminaba alrededor del cadáver mientras esperaba a los especialistas de Stralsund, los tipos a quienes tenía que rendirle un informe detallado del crimen, de la vida de Rambin y de su propia existencia que ya se extendía a casi seis décadas. Era un hombre alto y corpulento, con un enorme mostacho gris plata. Su joven compañero era alto y delgado, pero con una cara demasiado estoica para su oficio. Hacía muchos años que Jürgen Tecker no le rendía cuentas a la oficina de Stralsund porque hacía mucho tiempo no había ocurrido algo extraordinario en el pueblo, a excepción, recordó con cierta repulsión, de algunos atracos por fanáticos de ultraderecha que habían sucedido en el último año, nada que no pudiera manejar en sus dominios sin la intervención de los sabios de Stralsund. Lo cierto es que Jürgen Tecker no había dado con los responsables de esos casos de fanatismo y había cerrado la puerta a una investigación más profunda por temor a salpicar a un pueblo que se estaba convirtiendo en un paso obligado para la nueva oleada de turistas del nuevo siglo; pero, sobre todo, del nuevo milenio, que ya estaba sobre todo el mundo.

Johann Mayer miraba a su jefe desde una distancia de unos cuatro metros, los suficientes para no empapar sus botas de agua que esa vez parecía venir del hielo polar. Callado, lo observaba caminar y acurrucarse cerca del cuerpo de la niña. Se detenía en un punto y a veces levantaba la vista y miraba en derredor para tratar de asimilar aquella barbarie que no tenía nombre. Johann Mayer no se equivocaba. Sabía que su jefe en ese momento tenía sus recuerdos en sus dos nietas, casi de la misma edad de Elise Wender, aquellas que él arrullaba los domingos cuando aparecían saltando en su casa con una alegría solo parecida con los sueños del paraíso.

Dos gruesas lágrimas rodaron por las mejillas del viejo. Cerró los ojos y comenzó a buscar las palabras apropiadas para dirigirse a los padres de la niña que no tardarían en llegar. Le echó otro vistazo al cadáver y se consoló al pensar que no había signos de violencia ni aparentemente una agresión sexual. Por lo menos este animal tuvo un poco de compasión a última hora, se dijo mientras miraba el cielo encapotado que caía en forma de neblina sobre la tierra.

El jefe de la policía de Rambin salió chapoteando agua y arena, dejando estelas de sus pensamientos más íntimos en esa pequeña parte de la playa. Se encontró de frente con Johann Mayer, quien le hizo una seña para que viera y comprobara su inevitable destino. Jürgen Tecker miró hacia el lugar que le habían indicado; apretó el ceño y vio por última vez el cuerpo de Elise Wender antes de salir al encuentro de sus padres; mientras oía los gritos desgarradores de la mujer y la búsqueda de una explicación divina del hombre. El viejo policía no dejó de conmoverse y abatirse cuando vio desplomarse en la playa a la pareja. No era para menos, allí estaba la ropa de dormir de su niña enfundada en su cuerpo inerte.

Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo, pensaba Ramiro van Delft mientras oía cómo Jürgen Tecker y Johann Mayer le anunciaban que estaba detenido por la muerte de Elise Wender, ocurrida pocas horas antes en una playa del cercano mar Báltico.

Teta, la hermana de Anja, su casera, que se había ofrecido a llevarle el desayuno a su cuarto a las ocho de la mañana, no se había presentado. Ramiro van Delft no podía afirmar que así fueran de desastrosas las promesas de Teta, pues era la primera vez que amanecía en esa casa y, naturalmente, era la primera vez que iba a tomar el desayuno bajo ese mando. Había llegado a Rambin el día anterior a las tres de la tarde, y después de vagar por el pueblo y de ver casi todo en escasas dos horas, pensó en si era buena idea continuar su camino rumbo a Binz o regresar a Stralsund y seguir su camino hacia San Petersburgo, que era su idea original desde que partió de Delft, su pequeña ciudad en los Países Bajos.

Cuando vio que caían las primeras sombras decidió pasar la noche en Rambin para que se le aclaran las ideas. Alguien le informó de la posada de Anja, en las afueras del pueblo, y allá se dirigió antes de que la noche terminara de envolverlo con su aliento gélido y su manto de neblina que no dejaba de perturbarlo.

Entró en la posada de Anja con una sonrisa fingida, pues de sobra sabía que los extranjeros debían ofrecer confianza desde el primer momento, sobre todo en el norte de Alemania, en los territorios de la ex RDA. Su edad tampoco contribuía a ofrecer una entera confianza. Aunque era alto y escuálido, de ojos grises, cabellos castaños y dentadura impecable, Ramiro van Delft no podía esconder el hecho de que tenía diecisiete años, bueno, casi dieciocho, pues el 26 de noviembre, o sea en un poco más de un mes, cumpliría la mayoría de edad. De más está decir que aparentaba un par de años más, lo que le gustaba a Ramiro van Delft pues eso evitaba dar más de una explicación, o una rectificación innecesaria, como ya le había tocada vivir en otros lugares.

Anja lo recibió con mucha alegría, pues no era normal que un muchacho de una tierra tan admirada por ella se presentara en su hogar con un rostro desamparado. Era una mujer gorda, de cabello platinado, de unos sesenta años.

Su cara, naturalmente, era redonda y roja, con todas las señas de los eslavos, que ella muy a gusto reconocía y defendía con estoicismo. Teta, hermana y cocinera de Anja, era exactamente igual a su hermana, a excepción de unos cabellos más castaños que negros y una edad que era por lo menos de una década menos.

Después de cenar, Anja llevó a Ramiro a la segunda planta donde estaba su habitación. Era un cuartucho pequeño, de unos cuatro metros cuadrados, con una ventana que daba a los campos de cultivo y al mar Báltico que se abría con todo su silencio, un mar que daba una sensación de inmovilidad y pereza.

Cuando Anja salió de la habitación, dándole tres recomendaciones puntuales, Ramiro van Delft se tiró en la cama, una dura y probablemente huérfana por mucho tiempo. Pensó en su edad, en la aventura que había emprendido hacía un mes, en la idea que lo había sacado de su casa, en lo silencioso que se le hacía Rambin, en las hermanas eslavas que estaban detrás de la puerta cuchicheando sobre su apariencia de tulipán, en los años que le quedaban por vivir en un país que aún no definía. Después de pensar largamente y de lavarse la cara, se acercó a la ventana y puso su mirada hasta donde se lo permitían los ojos. Levantó las manos y tocó el cristal para hacer una medida absurda, luego dio un largo bostezo y se fue directo al catre que parecía una piedra del paleolítico medio.

A la mañana siguiente, las pesadas zancadas de los policías subiendo las escaleras despertaron a Ramiro van Delft de su sueño. Se incorporó rápidamente para oír mejor. Se giró sentado para después poner los pies en el suelo. Enderezó su postura y movió su cuello de este a oeste que provocó un fuerte sonido de huesos. Antes de que pensara en alguna cosa, en una explicación razonable, entró de golpe Jürgen Tecker seguido de Johann Mayer, su compañero de fórmula. Sin decir una palabra, el viejo policía le dedicó una mirada sinuosa al adolescente que estaba sentado a escasos centímetros. Si él hubiese querido, hubiera iniciado el protocolo con un puñetazo en la cara y, ¿por qué no?, un par de patadas en las costillas y algunas cachetadas para terminar la primera faena. 

Lo bueno es que no lo hizo. Ni siquiera se le ocurrió al viejo policía, si acaso alguna vez pensó en el asunto. Ramiro van Delft preguntó lo que ocurría en su escaso alemán. El viejo policía no le entendió, pero su compañero lo descifró con mucha pericia. Jürgen Tecker abrió la boca. Le dijo que estaba detenido. Luego siguió el protocolo que es tan importante y vital en estos casos, como suelen apuntar muy bien los entendidos. 

Johann Mayer servía prácticamente de traductor entre su compañero y el joven tulipán. —¿Por qué me detienen? ¿Qué he hecho? —preguntó Ramiro van Delft abriendo los ojos hasta donde podía. —Por asesinato —contestó Jürgen Tecker con sequedad mientras miraba las dimensiones del cuarto y las pocas pertenencias del chico. —¿A quién se supone que he asesinado? —A una niña—dijo Johann Mayer. —¡Imposible! ¡Esto es un atropello! —gritó Ramiro van Delft mientras los policías lo ponían de pie y lo esposaban con algo de rudeza hollywoodense.

No había duda que alguien lo había calumniado, pensaba Ramiro van Delft mientras les pedía a los policías que por lo menos le permitieran ponerse la ropa.

Se lo concedieron. Mientras le quitaban las esposas le dijeron que tenía un minuto para quedar vestido con decencia. Definitivamente alguien lo tenía que haber calumniado, se decía Ramiro van Delft mientras se ponía la ropa con torpeza.

¿Pero quién podía haberlo hecho? Apenas llevaba unas cuantas horas en el pueblo para que alguien se vengara de él por alguna polémica vecinal. Todo era surrealista. ¿Cómo él podía matar a alguien cuando apenas conocía a pocos habitantes del pueblo? Pensaba en el héroe de la novela de Kafka y por primera vez sintió frío en los huesos. Lo que le estaba pasando no era ficción ni una horrible pesadilla. Lo estaba viviendo en primera fila, en la primera butaca del horror.

—Escúchenme —les pidió Ramiro van Delft cuando los policías lo volvieron a esposar después de haberse puesto la ropa—. Piensen un poco…

Su escaso alemán era aún peor. Por suerte Johann Mayer conseguía descifrarlo con una asombrosa facilidad. —¡Deben escucharme! —gritaba Ramiro van Delft mientras lo sacaban de la habitación—. Anja y su hermana deben estar abajo. Ellas les dirán todo sobre mí.

Anja y Teta, efectivamente, estaban abajo, en la cocina. Pero no hicieron nada para impedir que se llevaran detenido al joven holandés que gritaba todo el tiempo su inocencia.

Ramiro van Delft tuvo que aguantar las embestidas de la gente mientras era trasladado a la delegación de Rambin. Aún no sabía por qué le lanzaban toda clase de cosas, además de insultos y un par de escupitajos. Los policías tuvieron que hacer maniobras persuasivas para salvar la integridad del reo. De otra manera hubiesen dado cuenta de él para vengar la muerte de la pequeña Elise, que estaba instalada en la mente de todos. Mientras lo dejaban en una habitación sin rejas y sin ventanas, Ramiro van Delft recordaba con ironía y horror la detención de Josef K, el héroe de la novela de Kafka, que sin haber hecho nada malo había sido  detenido. ¿Correría él la misma suerte de Josef K? Claro que no, se había dicho hasta el cansancio. Él iba a luchar, iba a demostrar que era imposible que hubiese cometido un crimen en el pueblo. Todo estaba a su favor. Solo tenía que tranquilizarse. No era bueno para su causa dar una apariencia cansada y confundida, tenía que tener sus ideas claras, contar exactamente cómo había llegado al lugar y lo que pretendía hacer en los próximos días. Sí, eso tenía que hacer. No tenía por qué alarmarse. Eso se tenía que aclarar, de una u otra forma se tenía que aclarar. Los alemanes son personas sensatas, se decía a cada momento. Un país que se levanta de dos guerras mundiales está lleno de personas sensatas, se repetía con obstinación.

A un costado de la puerta, en una habitación contigua, estaban los dos policías que lo habían detenido. Johann Mayer miraba a su jefe en silencio. Estaba sentado en una silla a dos metros de distancia. Jürgen Tecker giraba su silla para escapar de los ojos de su joven compañero. Sabía lo que iba a decirle. En ese momento no quería mirarlo ni mucho menos escucharlo, pero era mejor hacerlo en ese momento a esperar otro donde ya estuvieran metido los tentáculos de la oficina de Stralsund, que ya le habían anunciado que solo contaba con pocas horas para hacer su propia investigación.

—No podemos mantenerlo detenido mucho tiempo —susurró Johann Mayer sin dejar de ver a su jefe. El viejo policía detuvo los giros que hacía en la silla y se quedó mirando los ojos verdes de su compañero. Acarició su mostacho canoso. Respiró con fuerza, sacó el aire casi con el mismo ímpetu, intentó nuevamente reanudar los giros en la silla, pero ya no pudo o ya no se lo permitió su incertidumbre.

—Hemos cometido un gran error —siguió diciéndole Johann Mayer a su jefe. —¿Por qué no puede ser él? —Todo indica que no pudo cometerlo. Es mejor dejarlo libre antes que lleguen los de Stralsund. Después será peor. Ellos llamarán a los diplomáticos holandeses y después no tendremos tiempo ni de escondernos de la vergüenza. —Lo interrogaremos como es debido. Es lo mínimo que debemos hacer. —¿Para qué? —Porque es nuestro trabajo. Tenemos que darle una respuesta a la gente. —Hasta ahora les hemos dado una respuesta equivocada. —¿Qué querías que hiciera? —dijo Jürgen Tecker levantándose de golpe. —Lo más sensato era dejar ir a ese muchacho que nada tiene que ver con este asunto.

—¿Por qué estás tan seguro? —dijo el viejo policía caminando de un lado a otro en la habitación. —Vamos, hombre, que hasta un novato vería una arbitrariedad de nuestra parte. —¿Qué dice Anja? —Que es inocente. —¿Al fin decidió hablar con nosotros? —Cuando fuimos a su casa estaba al borde de un colapso nervioso. —¿Qué dice su hermana? —Que es imposible que hubiese salido en la noche a cometer un crimen. El joven policía se levantó de su asiento y buscó la puerta. Jürgen Tecker volvió a sentarse y se quedó pensativo. Sabía que no tenía nada, pero tenía que dar respuestas, así se juagara con ello su prestigio.

—¿Qué encontraron en su mochila? —preguntó Jürgen Tecker. —Ropa, algunos billetes y monedas, sus documentos personales y dos libros, uno en francés y otro en español. —Tenemos a un poliglota. —Eso parece. —¿Cómo se llaman los libros? —Lamento no poder darte esa información. Pero te la tendré en unos minutos. —¿Sabías que habla de un libro de Kafka? —¿Cuál de todos? —El proceso. —Sus razones tendrá. —Supongo que sí. Ahora quiero que llames a Stralsund. Diles que nos haremos cargo hasta la tarde. —De acuerdo —dijo Johann Mayer y salió. En ese momento el viejo policía pensó en Kafka, el gran escritor checo en lengua alemana, pero, sobre todo, pensó en la detención de Josef K, una historia que había leído muchas veces, sobre todo en su juventud, cuando aún no era policía y pensaba que era el hombre más feliz de la tierra.

Jürgen Tecker entró en la habitación donde estaba recluido Ramiro van Delft. El  joven estaba acostado en un banco que estaba adherido en la pared interior, con los brazos puestos en la cara. Con la llegada del policía se levantó y fue a sentarse a una de las dos sillas que estaban en los extremos de una pequeña mesa, justo en el centro de la habitación. No había otro mueble a primera vista. 

Al viejo policía le pareció buena la disposición que presentaba el muchacho, pero no le podía demostrar ningún gesto afectivo puesto que estaba detenido por asesinato, y los policías, sobre todo los buenos policías, no tienen que simpatizar en ningún momento con un criminal, ni siquiera con un sospechoso. Él también se sentó en la silla que había quedado libre y le dedicó una mirada larga, que parecía demasiado confiada a pesar de la gravedad del caso en el que estaba metido. La entrevista fue en inglés, un idioma en el que se hacía entender el viejo policía. 

—Es solo mi idea o tienes una cara demasiado serena —dijo Jürgen Tecker con la mirada congelada en el muchacho—. Pareciera que esto te causa una enorme diversión donde nosotros solo fingimos hacer el papel de anfitriones. —No debe ser de otra manera —contestó Ramiro van Delft con una serenidad sinóptica—. Soy inocente. —Me han dicho que te has negado a pedir un abogado y a hacer una llamada. —¿A quiénes quiere que le hable? —Supongo que tus padres querrían estar enterados en el lío que te has metido. —No hay ningún lío. Eso solo lo ve usted. —¿Entonces no le hablarás a tus padres y ni al embajador de tu país? —No pienso hacerlo. El embajador seguramente tiene mejores cosas que hacer que ocuparse de mí. Y mis padres están en sus trabajos ayudando a hacer más grande nuestro país. Para qué molestarlos. —¿Te parece grande tu país? —Por supuesto. ¿A usted no? El viejo policía sonrió a medias. Miró la ropa del muchacho, una inapropiada para la estación del año. —Te has referido muchas veces a la detención de Josef K —siguió el viejo policía con el interrogatorio—. ¿Encuentras alguna relación con tu caso? —¿Usted ha leído la novela? —Sí, muchas veces. —Entonces sabe de lo que estoy hablando. —¿Sobre la detención de un inocente? —Eso es lo que me ha pasado a mí.

—Entonces insistes en negar el crimen. —Sí. —Por qué debería creerte. —Porque no tiene la mínima posibilidad de demostrar mi culpabilidad y solo dejándome libre salvará su reputación. —¿Salvar mi reputación? —Usted cree que no comprendo muchas cosas pero se equivoca. Estoy joven, casi soy un niño, pero entiendo muchas cosas. —¿Qué cosas entiendes? —Usted es un hombre viejo. Seguramente lleva más de treinta años de servicio. Está a punto de jubilarse. Su carrera ha tenido pocos contratiempos. Seguro se ha ocupado de cosas insignificantes. A lo mejor le ha tocado enfrentar a un par de borrachos, mediar sobre unos cultivos, corregir a un par de señoras exhibicionista en las playas en los veranos, guiar de la mejor manera a los turistas, devolver a los niños a las aulas cuando se los encuentra en la calle. Cosas por el estilo. Pero ahora, en el final de su carrera, de su cómoda carrera, hay decirlo así, le ha tocado un caso perturbador. Nada más ni nada menos que el asesinato de una pobre niña. ¿Qué hacer?, se ha preguntado desde que le informaron de la desgracia, de su desgracia, de la desgracia del pueblo, porque en un lugar tan pequeño tanto las alegrías como las tristezas son compartidas. Ahora, usted no sabe qué hacer, no sabe cómo actuar, quiere dar respuestas inmediatas para calmar las críticas y el clamor popular. Por eso fue por mí a aquella posada.

Quería un chivo expiatorio, alguien que cubriera su negligencia y su inexperiencia de más de treinta años, y para mayor desgracia, ese chivo expiatorio no es otro que yo. —¿Así de listos creen que son todos los de tu país? —Usted sabe que he acertado, no tiene una prueba en mi contra, no le va tocar de otra que dejarme libre. —¿Tan confiado estás? —Le aconsejo que lo haga por su retiro. ¿Por qué esperar que esto llegue a los diplomáticos de mi país y a los del suyo cuando puede salvar su carrera dejándome libre? Pierde su tiempo conmigo. El verdadero culpable anda fuera. Es uno de sus vecinos. Cuando se dé cuenta será demasiado tarde. Seguramente le costará otra vida. Usted será señalado hasta el final. Mi cara la recordará toda la vida. Siempre será el policía del caso del adolescente tulipán. Todos se burlarán de usted. La prensa de su país y del mío recordará cada vez que pueda su original ineptitud. Será el hazmerreír. Pero lo que es peor, y esto es lo más grave, los padres de la niña muerta le declararán su odio cada vez que lo tengan enfrente. Le escupirán la cara. Le dirán que fue un imbécil. Que se ocupó de un niño perdido en vez de ocuparse del verdadero asesino, que seguramente seguirá viviendo entre ustedes. Lo mejor que podrá hacer en ese escenario es abandonar el pueblo. No le quedará de otra. Por suseguridad y el de su familia tendrá que hacerlo. No se complique. Sea un hombre sensato. Por primera vez en su vida actúe de la mejor manera. Haga lo mejor para usted, para mí y para la víctima.

Déjeme libre. No le cuesta. De todos modos yo quedaré en libertad tarde o temprano. Me iré por el mismo lugar por donde vine. No sea orgulloso y actúe como un verdadero profesional de la policía. —Sencillamente impresionante —dijo Jürgen Tecker con una sonrisa cuando Ramiro van Delft dejó de hablar—. ¿Así son todos los de tu país? ¿Así son de impertinentes? ¿No les enseñan a los muchachos de tu país a respetar a las autoridades? Te he dejado hablar. No te he interrumpido porque sé lo que quería de ti y me lo has dado. Estoy satisfecho. Ahora voy a hablar yo.

El viejo policía dijo eso porque tenía que decir algo, necesitaba demostrar que estaba al mando de la situación, que tenía todo bajo control, que él era el amo y señor en los dominios de la justicia, que así seguiría hasta el final. No iba a permitir que un jovencito perturbado cuestionara sus más de treinta años de servicio en una institución tan prestigiosa como la policía alemana. No, eso no lo iba a permitir. Antes le daba un par de cachetadas, o quizá algo mejor, un par de patadas a ese mocoso insolente. Pero Jürgen Tecker sabía que el bicho raro que estaba sentado frente a él tenía razón. Johann Mayer ya se lo había advertido minutos antes. Ramiro van Delft no hizo más que confirmárselo. Era mejor dejar libre al joven tulipán e ir tras el verdadero asesino que en ese momento se escondía en los bastiones del pueblo, en medio de la gente, quizá en los bares y los cafés, o en la iglesia, o en la sala de estar de cualquier vecino, frente a la televisión, o en el jardín junto a los niños fingiendo ante todos que era un hombre recto e intachable. Sabía que el asesino podía estar riéndose en la cara de todos, burlándose de la imbecilidad de la policía, mientras él mantenía una plática curiosa con un joven de nacionalidad holandesa que seguramente se volvería a perder en el mundo cuando se le dejara en libertad.

Jürgen Tecker se acomodó en la silla porque ahora le tocaba hablar a él, así como había anunciado. Como si no hubiera hablado mucho, y para sorpresa del viejo policía que ya estaba empezando a perder los estribos, el que comenzó a hablar nuevamente fue Ramiro van Delft. —Déjeme libre. Hágalo por su bien. 

El viejo policía no hizo más que reírse con la nueva impertinencia del joven, que estaba empeñado en conseguir su libertad antes del mediodía. Pensó en la edad del muchacho. Casi lo redime. Pero apretó el ceño. Él era el policía. —¿Ha usado alguna vez su arma? —le preguntó Ramiro Van Delft con sorna. Eso era el colmo de la impertinencia. Ya no estaba dispuesto a tolerarlo más. Jürgen Tecker se irguió como un oso, uno de felpa, pensó Ramiro van Delft, mientras el viejo escupía lo siguiente: —¡Si no te callas la usaré en este momento! —La clásica respuesta de las películas. —Ahora resulta que ya no estamos en el mundo onírico de Kafka sino en el de Hollywood. ¿Después pasaremos a la ciencia ficción?

El muchacho se echó a reír. —Yo solo quiero que me deje libre —dijo casi en susurro—. Soy inocente. —Si eres inocente obtendrás tu libertad. Antes tengo que hacerte unas preguntas. —¿Me está interrogando en este momento? —Te parece que hablamos de panecillos y de fútbol. —De acuerdo. Contestaré lo que me pregunte. Tengo toda la disposición de ayudarle a resolver el crimen y en dejar clara mi inocencia. Antes contésteme la pregunta que le hice. —¿Sobre mi arma? —Sí. —Soy policía. Claro que la he usado. ¿Satisfecho? —Un poco. No esperaba esa respuesta. —Solo te permitiré decir una cosa más antes de empezar el verdadero interrogatorio. Si alguien me viera pensaría que estoy jugando contigo. —No estamos jugando. —De acuerdo. Habla. —Yo quiero que use su arma después de mucho tiempo. No contra mí, sino contra el asesino de la niña. Ya no puede usted seguir usándola solo para matar patos o para hacer pruebas de tiro en el mar. Esta vez tiene que empuñarla contra el que mató a esa niña. Eso esperaba que me dijera. Dispararles a las aves es muy fácil, es un deporte divertido, dicen los que lo practican. Yo la verdad lo aborrezco. No sé cómo hay animales sueltos en los bosques disparando a todo lo que se mueve. Pero lo más vergonzoso para un policía es dispararle a unas latas de cerveza solo para sentirse vivo. Los policías deben dispararles a los chicos malos, a los que han infringido la ley. Para eso tienen el uniforme y la placa, pero sobre todo, para eso llevan las armas. Los policías no deben amenazar a los turistas que pasan por sus pueblos y aldeas, detenerlos sin la menor investigación y someterlos al escrutinio de un pueblo enardecido. Eso no está bien, señor. Usted debe apuntar al asesino. Al verdadero asesino de la niña. Ese que seguramente le dijo que había hecho muy bien en detenerme en la casa de la vieja Anja. 

—Bien —dijo Jürgen Tecker con una sonrisa fingida—. Te he dejado hablar. Has dicho todo lo que has querido. No te puedes quejar del trato que te he dado. Serías un ingrato si lo comentaras con alguien. Otro en mi lugar no lo hubiera hecho. Ahora me toca hablar a mí.

Cuando Johann Mayer entró en la habitación, Ramiro van Delft estaba sentado en el piso, pegado a una de las paredes laterales. No fue necesario una orden para que se levantara y se sentara en la misma silla que había ocupado un par de horas antes cuando había sido interrogado por Jürgen Tecker. Esta vez no pensaba extenderse demasiado en sus ideas, mucho menos en exponer teorías utópicas o escenas distópicas donde siempre salía mal parado. Pensaba intervenir solo lo necesario, aunque sabía que el policía que ahora tenía enfrente era totalmente distinto al otro, aquel que terminó profetizándole un futuro oscuro a su vida.

El muchacho no se equivocó. Johann Mayer era lo apuesto a su jefe, por lo menos en las acciones y procedimientos que correspondían con su profesión. Tener una década más de vida que el joven tulipán, lo ponía en cierto modo en un punto cercano, además de saber los detalles del interrogatorio anterior que le había desglosado su jefe con cierta ironía, más bien con cierta impotencia, se decía mientras miraba la ropa del reo.

—El sueño de Kafka continúa —comentó Johann Mayer cruzando los brazos. —Más bien la pesadilla —contestó Ramiro van Delft mirando con curiosidad los ojos verdes de su interlocutor. —Me han dicho que te has negado a todos tus derechos. —No son necesarios. Soy inocente. Tarde o temprano se demostrará. —Has enfadado a mi superior. —Creo que sigue afectado por lo de 1989.

—Me di cuenta. —Abrimos nuestros corazones. El joven policía cerró el entrecejo. Puso sus manos en la mesa y cruzó las piernas. Se quedó varios segundos pensativo. Al final dijo:  —¿Te lo contó todo? —Mencionó algunas cosas. —¿Qué clase de cosas? —Lo que usted ya sabe, supongo.  

Ramiro van Delft bajó la mirada hacia un punto de la mesa. El policía se paró y se dirigió hacia la pared interior, como si buscaba una ventana invisible.  —Allí debería de haber una ventana —comentó el joven tulipán adelantándose a su interlocutor. —Hubo una muy grande en esta pared, pero fue sellada por seguridad. —¿Se escaparon algunos presos? —Oh, no. Simplemente no había necesidad de uso. —Entiendo.

El policía permaneció otros segundos mirando la pared donde antes había estado la ventana. Ramio van Delft se irguió en su asiento prestando todo el tiempo atención a los movimientos del policía, quien volvió a su asiento. —Bien —dijo Johann Mayer dando un largo suspiro—. Ahora dime tu nombre completo. El muchacho dudó un poco. Luego sonrió a medias y dijo: —Ramiro van Delft. —Sabemos que no te llamas así. Tenemos tus documentos. ¿Por qué insiste en llamarte de esa manera? —Si ya sabe mi nombre ¿entonces por qué me lo pregunta? —Es rutina. —¿Ha oído hablar de Caravaggio? —No. —Fue un pintor italiano muy famoso, considerado uno de los grandes exponentes del tenebrismo. Él adoptó el nombre de su pueblo, un pueblo que está en Milán. Su nombre era Michelangelo Merisi, pero pasó a la historia como Michelangelo Merisi da Caravaggio. O simplemente Caravaggio. —Se nota que tus padres se han esmerado en tu educación. —Es verdad. Pero ahora no me puede negar que ha oído hablar de Leonardo da Vinci. —Claro que no. —Él también adoptó el nombre de su pueblo natal. —Eso no lo sabía. —Vinci era el nombre de su pueblo. Ahora bien, ¿qué saben ustedes de mí? —Sabemos que eres holandés, que tienes diecisiete años, que naciste en una ciudad… —¡Ahí lo tiene! —gritó sonriendo el muchacho—. Delft es mi ciudad. Es pequeña, como casi todas las de mi país. Está entre Róterdam y La Haya. —¿Quieres decir que adoptaste ese nombre porque te consideras un artista? —No es para tanto. Es un juego, nada más. Lo que no puedo negar es mi nombre y mi origen. Solo he cambiado mi apellido. —Háblame de tu origen. —¿En verdad quiere saberlo? —Por supuesto. —Es una historia aburrida. —No importa. Tengo todo el tiempo del mundo. —De acuerdo. Si usted así lo quiere, pero que conste que yo se lo advertí. Aunque seré amable con usted. Solo le diré cosas puntuales. Algo que solo me llevará un par de minutos. Ramiro van Delft tosió, sonrió un poco y se movió en el asiento mientras levantaba con orgullo la mandíbula. Se sentía cómodo con el agente Mayer y quería ofrecerle confianza. Eso era mejor que estar viendo cuatro paredes sin ventanas, se dijo mientras pensaba en sus padres y en su niñez. —Tengo diecisiete años. Nací el 26 de noviembre de 1982, en Delft. Mi padre es holandés y mi madre es de El Salvador, un pequeño país centroamericano que hace unos años estuvo inmerso en una cruenta guerra civil. Cuando mi madre era muy joven, casi una niña, sus padres la trajeron a Europa. Primero vivieron en España, luego en Suecia, y por último en Bélgica, donde conoció a mi padre. Después de casarse decidieron vivir en Delft, la ciudad de mi padre, donde él estaba más que establecido, más bien, donde sigue estando más que establecido.  Se puede decir que es un hombre popular, si queremos ponerle un término burdo al asunto. Mi madre es una talentosa decoradora de interiores. No tengo hermanos, y se puede decir que he sido feliz hasta este día. No me ha faltado nada y ahora busco mi propio rumbo. —En el norte de Alemania. —No. De ninguna manera. Llegar aquí fue un accidente. No lo tenía ni por cerca pensado.

—¿Entonces cómo fue que viniste a parar a este pueblo? —Escúcheme. Usted es una persona razonable y me dejará explicarle todo. —¿Acaso no lo estoy haciendo? —Piense lo que voy a decirle. —De acuerdo. —Ayer llegué a Stralsund sin tenerlo planeado. Antes había estado en Hamburgo. Después pasé a Rostock, luego a Greifswald. En Greifswald me hablaron de Stralsund, y después de estar un par de horas en Stralsund no dudé en pasar del continente a la isla de Rügen. ¿Sabe por qué vine? —No tengo idea. —Por los nazis. —¿Cómo? —No se asuste. Lo digo porque tenía curiosidad de conocer el lugar donde los nazis probaron su bomba atómica. ¿Acaso me va a negar que fue en esta isla donde probaron su bomba de hidrogeno?  —No podría afirmarlo. —Usted ya se habrá dado cuenta que a pesar de mi corta edad he leído mucho. —Sí, ya me di cuenta. —Pues también vine por uno de los autores alemanes que me dieron a leer mis padres, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1929. —¿Quién es ese escritor? —No puede ser que no sepa su nombre. —Pues yo no he leído tanto como tú. He preferido el fútbol a los libros. —Eso lo explica todo. Pero bien, ese escritor alemán no es otro que Thomas Mann, que según dicen le gustaba vacacionar en esta isla antes de la segunda gran guerra. Sentía curiosidad por conocer el lugar donde pasaba sus vacaciones el autor de una de las novelas que más me ha apasionado: Los Buddenbrook.  —Entonces te detuviste en Rambin —dijo el policía con ironía—. Paseaste por el pueblo, viste a tu víctima, fuiste a la posada de Anja, reservaste una habitación, cenaste y te acostaste como lo hizo todo el mundo, luego saliste a medianoche, asesinaste a la niña, la dejaste en la playa, luego volviste a tu cama con una frialdad de otro mundo, llegamos nosotros y te detuvimos. —¡Claro que no fueron así las cosas! ¿No le parece increíble, por no decir inverosímil, esa coartada? ¡Yo nunca había estado en este pueblo en mi vida! —Suena un poco desproporcionado, pero al mismo tiempo suena plausible. —¡No! —gritó Ramiro van Delft perdiendo la compostura—. De ninguna manera. Pensé que usted era una persona sensata. Pensé que no iba a creer semejante mentira.

—Yo no soy quien deba creerte. Ese es otro. —¿Sabe a qué hora llegué al pueblo ayer? —Algunas personas te vieron dando vueltas a las cuatro de la tarde. —Llegué a las tres. No tuve tiempo de ver nada. Bueno, lo poco que hay que ver aquí. Apenas me di cuenta ya estaba oscureciendo. Decidí pasar la noche. Por suerte alguien me informó de la existencia de la posada de Anja. —¿Quién te lo dijo? —¡Cómo voy a saberlo! No conozco a nadie en este lugar. —Era un hombre o una mujer. —Era un hombre joven, alto, rubio, robusto, bastante guapo. —¿Qué edad tenía? —Seguro no pasaba de treinta años. —Estaba solo o iba acompañado de alguien. —Iba con una mujer que seguramente era su esposa. —¿Por qué supones que era su esposa? —Porque le dedicó unas atenciones que solo un hombre le dedica a su mujer. —Está bien. Continúa. —Su jefe, quizá sin quererlo, me dio una información importante. Dijo que la víctima vivía en las afueras del pueblo, pero había estado en la noche aquí, en el centro de Rambin, en una casa de la cual no salió un solo minuto. —¿Qué tiene de importante esa información? —Yo le pregunté a su jefe a qué horas llegaron al pueblo y él dijo que a las siete. —¿Y bien? —Eso quiere decir que es imposible que yo la haya visto. A esa hora ya estaba en la casa de la vieja Anja. Ella se los puede asegurar. —Suena razonable. —Es más que lógico. Solo imagine a alguien que apenas ha pisado el pueblo, que sale de él en busca de un hogar para pasar la noche sin cruzarse un solo instante con su víctima, y no sale de la casa donde le han dado una pieza. Escuche bien, no sale de esa casa en toda la noche, ¿cómo puede esta persona cometer un asesinato que requiere toda la logística necesaria? El asesino necesitó un coche, una llave maestra para entrar en la casa, sin contar que debe conocer el terreno como la palma de su mano. Y aquí viene algo importante. ¿Por qué la víctima iba a salir con un desconocido a dar un paseo en medio de una noche del infierno? Está claro que el asesino no puede ser un forastero. Tiene que ser alguien de Rambin, alguien que estuvo muchas veces en la casa de la niña, alguien que lo saluda a usted con un apretón de mano.

Dos policías jóvenes, novatos con toda probabilidad, se encargaron de llevar al baño a Ramiro van Delft. Después lo volvieron a dejar en la habitación hermética, solo que esta vez el panorama había cambiado un poco. En una esquina estaba puesto un catre. No había mucho que pensar. Iba a pasar la noche en la delegación, y a pesar de que se lo negaba todo el tiempo, al día siguiente, según estaban yendo las cosas, tenía que hacer un par de llamadas.

Cuando los policías abandonaron la habitación, Ramiro van Delft fue directo al catre y trató de dormir para limpiar su mente. No lo consiguió en el momento. Tuvieron que pasar muchos minutos para que el sueño lo doblegara. Despertó agitado. Pensó que había dormido tres días sin parar, pero fue menos de una hora. Se incorporó y trató de pensar en algo que no tuviera nada que ver con Alemania, con detenciones, con novelas distópicas, pero sobre todo, con niñas asesinadas.

Por suerte a su mente llegó un cuadro de Caravaggio, aquel que pintó sobre el mito de Narciso. De repente se abrió la puerta. Uno de los policías que lo había llevado al baño entró con una charola de comida, la dejó en la mesa y salió sin decir una palabra. Ramiro van Delft se puso de pie, se sentó frente a la charola y comenzó a comer. Descubrió que la comida no tenía un mal sabor, por lo menos era mucho mejor de la que le había servido Teta en la posada. Se terminó la comida y volvió a la cama. A los pocos segundos ya estaba completamente dormido.

Despertó agitado. Esta vez había dormido más de cinco horas donde desfilaron los sueños más graciosos y terroríficos de su vida; sueños que, por suerte, apenas recordaba. Se levantó, hizo algunos estiramientos y parte de una rutina de gimnasio que lo terminaron de despertar. Esta vez hizo una medida casi exacta del tiempo. Pensó que habían pasado muchas horas, que con toda probabilidad afuera ya reinaba la noche. No se equivocó. Eran las nueve venos veinte. Lo bueno es que para esa hora ya nada perturbaría su descanso. Pensaba que su suerte se tendría que decidir al día siguiente, por lo que necesitaba descansar lo mejor posible para ofrecer una defensa que nadie pudiera refutar.

Para su sorpresa la puerta se abrió. Entró una mujer alta, delgada, de cabello castaño y ojos negros. No era fea, pero tampoco se podía decir que era bonita, quizá guapa.

La mujer le ordenó levantarse del catre con una seña. Le dijo que se sentara en una de las sillas. Ella se sentó en la otra. En la mesa aún estaba la charola donde le habían llevado la comida unas horas antes. La mujer la vio con algo de repulsión. Después se serenó. Se acomodó en su asiento sin dejar de ver al joven tulipán. —¿En qué idioma quieres que hablemos? —le preguntó en inglés. —En el que usted quiera —respondió el muchacho en un alemán bastante aceptable. La mujer sonrió un poco, lo suficiente para darle confianza a su joven interlocutor. Dijo que se llamaba Bärbel, que era de la oficina de Stralsund. Ramiro asintió. Todo el tiempo hablaron en inglés. —¿Cuántos idiomas hablas? —le preguntó la mujer mientras sacaba de un pequeño bolso de cuero dos libros que le pertenecían a él. Ramiro no se había dado cuenta que la mujer llevaba el bolso, lo que le confirmó que aún estaba en alguna región del sueño. —No sé —dijo quedito el muchacho. —Cómo es que no lo sabes —dijo Bärbel dejando los libros en la mesa. Antes había apartado la charola casi hasta dejarla caer al vacío. —Estudié en un liceo francés. Mi madre es latinoamericana. Además de nuestro idioma, en mi país se habla el inglés. Supongo que eso responde a su pregunta. —De alguna forma. Ramiro volvió a asentir. La mujer le pidió decir los títulos de los libros en su idioma original. Ramiro lo hizo sin ninguna falla. —¿Te gustan esos autores? —preguntó Bärbel abriendo el libro de Michel Houellebecq. —Al francés lo estoy conociendo. Por lo que he leído puedo decir que es bueno. Las partículas elementales se publicó hace poco. Creo que fue en 1998.

—De qué va la historia. —Pues no lo puedo decir. Apenas llevo unas páginas. Solo puedo decir que su ambiente es convulso y agitado. Me gusta el poema del prólogo. Bärbel le pasó el libro y le pidió leerlo. Él se negó. Dijo que le daba pena, que jamás le había leído un poema a otra persona. Bärbel insistió. Ramiro no tuvo más que aceptar. Lo leyó un poco lento, ya que iba traduciéndolo del francés al inglés. —¿Quién es el autor del otro libro? —le preguntó Bärbel al muchacho. —Es argentino. La novela se llama Sobre héroes y tumbas. —¿De qué va la historia? —Pues el argumento es un poco enredado. Es una historia de amor con varias líneas argumentales. Bärbel le pidió leer algunas páginas del libro. Después de pensarlo, Ramiro van Delft leyó el inicio de Informe sobre ciegos. La mujer lo interrumpió de golpe. Le dijo que era suficiente. Después de levantarse y caminar un poco por la estrecha habitación, dijo que la había engañado, que la historia no era de amor, que era más de terror que otra cosa. Ramiro van Delft trató de decirle que obviara sus lecturas, que solo era ficción, que no se hiciera una idea errónea de él. Lo bueno es que la mujer no se lo permitió. Volvió a su silla, guardó los libros en el bolso y volvió a mirar fijamente al muchacho. —¿Cómo es el país de tu madre? —preguntó la mujer. —Es un país pobre pero con un clima benigno. Hace pocos años estuvo enguerra.  —¿Lo conoces? ¿Alguna vez estuviste en él? —Por supuesto. He pasado largas temporadas allí. Mi madre siempre me inculcó el idioma y la cultura de su país, pero donde en verdad aprendí todo fue  viviendo allá, en medio de la gente. —¿Tienes amigos allí? —Hace mucho tiempo no voy. Supongo que ya me olvidaron. —¿Y tú ya los olvidaste? —Los humanos somos animales cotidianos. Necesitamos el contacto a diario para mantener nuestras alianzas. En ese momento Ramiro van Delft se dio cuenta que la mujer apenas iba iniciando el interrogatorio, por lo menos estaría frente a ella una hora. Todo lo que quería en ese momento era que se fuera, que lo dejara solo con sus pensamientos, pero ella parecía estar pasándosela bien. Pensó en alguna estrategia que lo salvara, pero no encontró una lo suficientemente eficaz para echarla. ¿Y por qué no se limitaba a contestarle con fríos monosílabos? Eso le podía traer consecuencias, así que abandonó la idea. Lo mejor era continuar con el mismo ritmo. Ella en algún momento tenía que irse. —A pesar de tu corta edad eres un especialista en literatura —comentó la mujer con algo de cansancio. En casa hay una interesante biblioteca, pensó decir Ramiro pero se arrepintió en el momento. Definitivamente la mujer tenía que irse en cualquier momento, pensaba Ramiro van Delft. Mientras la miraba al otro lado de la mesa con miles de preguntas en el tintero, recordó los últimos versos del poema que aparecía en el prólogo de Las partículas elementales de Michel Houellebecq.

Ahora que hemos llegado a nuestro destino

y que hemos dejado atrás el universo de la separación,

el universo mental de la separación,

para bañarnos en la alegría inmóvil y fecunda,

podemos cantar el final del antiguo reino.

—Anja, quiero solo la verdad —dijo Jürgen Tecker a la mujer—. ¿No viste salir a Ramiro van Delft de su habitación en toda la noche? —Aunque hubiese querido, no lo hubiera conseguido —contestó la mujer sin dejar de ver al policía. —Por qué dices eso. —Porque me aseguro que las puertas queden con llave. —A lo mejor Teta… —Imposible. Solo yo tengo las llaves. Después de que esos vándalos neonazis cometieron sus fechorías, nadie en el pueblo deja las puertas sin llave. —De acuerdo. Dices que tu habitación está en la primera planta y la de los huéspedes en la segunda, ¿no crees que él pudo burlarte y salir un par de horas? —Te digo que es imposible. Además, Teta tiene la habitación en la segunda planta, frente a la de los huéspedes. Ella no vio salir al muchacho en toda la noche. —A lo mejor no lo sintieron por estar dormidas. —¡Imposible! ¡Imposible! —gritó la mujer—. Tendría que haber entrado en mi habitación para quitarme las llaves de las manos. —Está bien —dijo el policía bajando el tono de la voz—. Ahora quiero saber cuántos huéspedes estaban en tu casa.

—Solo el muchacho. Es temporada baja. Estamos casi en invierno. —¿Qué te pareció Ramiro van Delft a primera vista? —Me pareció un niño muy guapo, como casi todos los de su país. —¿Te dijo de dónde era? —Desde el primer momento. Me gustó el alemán en que me lo dijo. Cuando mencionó que era holandés, inmediatamente le di mi mejor habitación por un módico precio. Se notaba que no andaba mucho dinero y yo quería echarle una mano. —Supongo que te dio mucha confianza. —Se veía perdido, aunque muy seguro de sí mismo. Es muy inteligente. Lo atendí lo mejor que pude, aunque creo que no le gustó la comida. Pero tú conoces las recetas de Teta. —Anja, quiero que me contestes la siguiente pregunta con una palabra. —Como usted diga, capitán. —¿Crees que ese chico cometió el crimen? —No. ¡Es absolutamente imposible! Aunque puedo decirte quien lo hizo. —¿Cómo dices? ¿Qué me estás ocultando? —Nada, hombre. Nada que no haya hablado con otras personas

—Entonces empieza a hablar. —Estoy casi segura que fue Alberich. ¿Lo conoces? ¿Te acuerdas de él? —Te refieres a… —Pero este no es aquel Alberich, es uno de sus descendientes, un príncipe, uno que acaba de haber sido iniciado. —Vamos, Anja, que esto es serio, demasiado serio para jugar con la mitología. No me digas que crees en los duendes. —¿Cómo te explicas que la víctima es una niña? Solo pudo haber sido Alberich y sus secuaces. Yo me cuido que no entren en mi casa. Son tan malvados si se les da una oportunidad. —De acuerdo, Anja. Volveremos a vernos. Si tienes nueva información no dudes en llamarme. Solo que preferiría que no involucraras a Alberich. —¿Cómo crees que el asesino entró en la casa de la niña cuando estaban las puertas con llave? ¿Cómo te explicas que no lloró al verlo? ¿Cómo te explicas que la sacó sin hacer ningún ruido? Seguramente jugó con ella para darle confianza. Tú sabes cómo son los niños cuando tienen tres años. Todo encaja. Esto es obra de Alberich y sus demonios. No hay otra explicación. * * *

Jürgen Tecker y Johann Mayer entraron de golpe en la habitación. Ramiro van Delft estaba sentado en el catre. La pared le servía de respaldo. No se inmutó al verlos, solo se consoló de tener un poco de compañía. Era media mañana y ya empezaba a extrañar los interrogatorios, o lo que ellos llamaban entrevistas. El viejo policía arrastró una silla y se sentó frente al catre. Su compañero también arrastró la otra silla, solo que prefirió seguir de pie, junto a la pared interior donde en otro tiempo había estado la ventana. —Esta pesadilla se está prolongando demasiado tiempo, capitán —dijo Ramiro van Delft viendo al viejo policía—. Tiene que hacer algo. —¿Tuviste una mala noche? —le preguntó Jürgen Tecker. —Le puedo asegurar que no soñé precisamente con angelitos. —Aquí se sueña con otro tipo de angelitos —intervino Johann Mayer sonriendo. —Supongo que se refiere a Alberich y sus demonios —dijo el muchacho desviando la mirada hacia el joven policía. —Veo que la vieja Anja ya te puso al tanto —continuó Johann Mayer. —Fue lo primero que hizo cuando me fui a la cama, después de cenar. Le dije que no se preocupara, que no tenía pensado dar un paseo por los campos. Hubo un silencio de más de un minuto en el que los tres dejaron de intercambiarse miradas. Ramiro van Delft no quería continuar suplicando y los policías no querían decirle que en pocas horas recobraría la libertad. Bueno, Jürgen Tecker era el único que todavía se negaba a dar su firma, aunque sabía que no tenía otro camino. —Solo es cuestión de unas horas para que salgas libre y continúes tu camino hasta Binz —dijo Johann Mayer. Jürgen Tecker miró a su compañero con ojos encendidos en hidrógeno, aunque se mordió la lengua y no dijo nada. —Pues al fin han llegado a un acuerdo —dijo con extraña alegría el joven holandés—. Era de esperarse. Ustedes, los alemanes, son personas sensatas. Yo solo tenía que esperar un poco. Lo menos que tenía que hacer era perder la calma, entrar en la desesperación y el pánico. Con lo que respecta al viaje a Binz, le aseguro que ya no será posible. —¿Seguirás tu camino a Rusia? —preguntó el joven policía. —Con esto que ha pasado no sé lo que haré. Quizá vuelva a mi ciudad. Mis padres deben estar preocupados. —Tus padres ya están al tanto —dijo Jürgen Tecker—. Era imposible que no se enteraran. —Eso me temía. ¿Pero cómo se enteraron? —Por la prensa. —¿Quiere decir que este caso ha salido en la televisión y en los periódicos alemanes?

—Y de toda Europa. —Yo diría que de todo el mundo —comentó Johan Mayer.

—Tengo entendido que tu habitación está en la segunda planta —le preguntó Johann Mayer a Teta—. ¿Eso es cierto? —Sí —contestó Teta poniendo toda la atención que meritaba el asunto—. Donde están las habitaciones de los huéspedes. —Ayer solo tenían un huésped en casa, el muchacho holandés que se apareció cuando llegaba la noche. —Anoche él fue nuestro único huésped. Se veía hambriento y cansado. Le di mi mejor plato. —De acuerdo. ¿A qué horas se fue a la cama el huésped? —Se fue temprano, justo después de cenar. Quizá pasaban pocos minutos de las nueve. Yo me fui a dormir dos horas después.

—¿No lo viste salir una sola vez de su cuarto? —Esas dos horas yo estuve en la planta baja, en la cocina. Pero estoy seguraque no salió de su habitación. Se veía muy cansado. —Cuando te fuiste a la cama a eso de las once ¿te dormiste en el acto o…? —Oh, no. Siempre acostumbro pensar en muchas cosas. Eso me lleva más de una hora. —Eso quiere decir que te dormiste cerca de la una. —Sí. Esa fue la hora que me quedé dormida. —¿Ya te han despertado otros huéspedes que se han hospedado en el pasado? Me refiero cuando salen de sus habitaciones. —Sí. Muchos han acudido a mí para que vaya en su ayuda. Yo estoy cerca para serviles, no creas que duermo en esa habitación por simple gusto. Yo estoy para servirles. —¿Anoche oíste salir al muchacho después de que te fuiste a la cama? —Ya te dije que no lo oí salir una sola vez. —Eso lo puedes decir en un tribunal. —Si ya se lo dije a todos mis vecinos, ¿por qué no decirlo frente a un juez? —Eso quiere decir que crees en la inocencia del muchacho. —Totalmente. Es imposible que cometiera esa atrocidad. El que lo cometió conoce el pueblo como la palma de su mano. No fue un extranjero perdido. —Agradezco tu colaboración. —¿Quieres que te diga en quién sospecho?

—¿Acaso tienes algún sospechoso? —Lo he pensado desde que me dijeron la desgracia. Todavía me niego a aceptarlo. —A ver, Teta, quién es tu sospechoso. —Estoy casi segura que fue Der Erlkönig. —¿Te refieres al rey Alder?  —El mismísimo rey duende. ¿Conoces a Der Erlkönig? —He oído algunas cosas. Pero no… —Dicen que ese animalito se aparece en tu último día de vida. Si tiene un expresión dolida, significa una muerte dolorosa, si tiene una expresión pacífica, significa una muerte pacífica. Der Erlkönig debió presentársele a la niña con una expresión dolida, me refiero por la muerte horrible que tuvo esa pobre criatura. —De acuerdo, Teta. Estaremos en contacto. Si recuerdas una cosa más de anoche que se te haya escapado, ya conoces nuestras señas. —No crees que lo hizo Der Erlkönig, ¿verdad? —No. Esto lo hizo un animal que se disfraza de hombre, y te juro que lo vamos a encontrar.

Jürgen Tecker se levantó de la silla y empezó a caminar hacia la puerta. Johann Mayer se despegó de la pared interior y siguió a su compañero. Ramiro van Delft los siguió con la mirada. Antes de que salieran les dijo: —He pensado que tal vez les servirían unos datos que he encadenado. Los policías se detuvieron y esperaron a que el joven tulipán siguiera hablando. —Yo llegué a este pueblo a las tres de la tarde, ¿de acuerdo? —Eso ya lo sabemos —dijo el viejo policía de mala gana. —Lo que quiero decir es que lo más probable es que el asesino viniera en el mismo tren. —Qué te hace pensar eso —le preguntó Johan Mayer interesado. —Es simple. El asesino no solo me vio en el tren sino que se dio cuenta que yo era extranjero. También se enteró que iba a pasar la noche en Rambin. Seguramente me siguió desde la estación hasta los lugares donde estuve, o se encontró conmigo por pura casualidad dos horas después. Cuando se enteró que me dirigía a la casa de Anja a pasar la noche, una casa que está, según dicen ustedes, en la carretera que lleva hacia el mar o hacia la playa donde fue encontrada la niña, él vio una oportunidad y la tomó. Sabía que yo sería el primer sospechoso. —Eso no quiere decir nada —dijo Jürgen Tecker que se negaba dejar en libertad al joven tulipán. —Pero no dejan de ser inquietantes esas observaciones —intervino el joven policía. —¿Ya le mencioné que alguien me sugirió la posada de la vieja Anja? —le preguntó el muchacho a Johann Mayer. —Fue un hombre que iba acompañado de una mujer, su esposa, con toda probabilidad —dijo el aludido. —El hombre me lo dijo en medio de un grupo de gente, donde había hombres y mujeres, en el centro del pueblo. De modo que si no fue él quien cometió el crimen, fue sin duda uno que estaba cerca. —¿Podrías identificar a todas esas personas? —le preguntó Johann Mayer. —Es difícil. A lo mucho podría identificar la cara del hombre que me dio las señas de la casa de la vieja Anja. —De acuerdo —dijo el joven policía mientras miraba a su compañero cruzarse de brazos al ver que él llevaba el hilo de la entrevista—. Dices que en el tren venían muchas personas, ¿puedes decir las que más te llamaron la atención?  —Eran personas normales. Un par de hombres con sus mujeres, algunas viejas solas, otras con sus niños. Bueno, también vi un par de treintañeros conversando con unos chicos de un equipo de fútbol, muchachos que seguramente eran los jugadores. Creo que hablaban del nuevo uniforme. Los hombres parecían ser los entrenadores o los dueños del dichoso equipo. Los policías se volvieron a ver sorprendidos. —Dices que los hombres conversaban con unos chicos, ¿cómo eran los muchachos? —le preguntó el policía joven. —Eran normales. Casi de mi edad, quizá un poco mayores. Dos de ellos me llamaron la atención. —¿Qué hicieron para que llamaran tu atención? —le preguntó Johan Mayer. —Me vieron con odio. —Seguramente hiciste algo que no les gustó. —Yo creo que fue por sus cabezas rapadas. Los policías se volvieron a ver asustados. —¿Chicos con cabezas rapadas? —inquirió Johan Mayer. —Sí, ¿los conoce? —Conocemos algunos. —Yo me quedé viendo sus cabezas. Creo que no les gustó que lo hiciera. —Bien —dijo Johan Mayer—. ¿Estos mismos chicos estaban en el grupo cuando te informaron de la casa de Anja? —No. Estoy seguro que no estaban. Los hubiera reconocido en el acto. —De acuerdo. Esta es información que no teníamos en cuenta. Si te acuerdas de un nuevo dato no dudes en decirlo. Los policías terminaron de salir y Ramiro van Delft se quedó pensativo en el catre. Pensaba que su libertad estaba cerca. No se equivocó.

Pocas horas después, a media tarde, Ramiro van Delft salió libre. Después de recuperar su estrecho equipaje, se dirigió a la posada de la vieja Anja, donde sabía que tenía algunas cosas que recoger para seguir su caminata. Estuvo una hora conversando con las hermanas, y cuando la noche estaba demasiado cerca, Anja insistió en que se quedara, que aceptara la cena y ocupara la misma habitación sin ningún costo. Lo hacía por solidaridad, pero sobre todo, para resarcir un poco el daño que le habían causado. A cada rato le pedía disculpas en nombre del pueblo. Ramiro le dijo que no había nada que perdonarles, que se iba sin ningún rencor, y que los iba a recordar a todos con mucho cariño, especialmente a ellas. Anja insistió tanto en su ofrecimiento que Ramiro, al ver que la noche casi le caía encima, no tuvo más que aceptar pasar otra noche en la posada. A las ocho de la mañana tomó el desayuno junto a las hermanas. Le contaron de todo. Prácticamente lo pusieron al tanto de la historia del pueblo desde su fundación. A media mañana el joven holandés ya tenía preparado su equipaje. Estaba a punto de salir cuando entró Jürgen Tecker en la posada. Llevaba una cara seria y daba síntomas de irritabilidad. A nadie dejó impoluto la presencia del viejo policía a esa hora del día. —No me diga que viene a detenerme —bromeó Ramiro van Delft. —Aún no —contestó el viejo policía—. Tal vez lo haga más tarde. —¿Y por qué iba usted a detenerme? —quiso saber el muchacho. —Por la muerte de otra niña. Las hermanas se llevaron las manos a la boca. Empezaron a sollozar y a caminar en las cortas dimensiones de la pequeña sala. —¿Quién es la víctima ahora? —alcanzó a preguntar Anja con los ojos llorosos. —Nicole Herzig, de tan solo tres años de edad —respondió el viejo policía con una cara plomosa que caía hasta el piso.

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