Papel y pluma, con María Henríquez: propuestas ejercicio 4 y ejercicio 5 | SER Las Palmas | Cadena SER

2022-10-17 06:29:37 By : Mr. Ye Blair

Cada jueves en Hoy por hoy Las Palmas con Jonás Oliva, la profesora María Henríquez nos guía en esta sección sobre escritura creativa para que des rienda suelta a tu creatividad sin vergüenza y crear juntos una comunidad de apasionados por la escritura. Puedes escuchar el podcast íntegro en el siguiente enlace y participar en el primer ejercicio que te proponemos en la parte inferior de esta página, enviándonos tu propuesta semanal al whatsapp del programa 607 575 031.

Papel y pluma, con María Henríquez: propuestas ejercicio 4 y ejercicio 5

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Escribe un texto sobre las manos.

Empieza eligiendo sobre qué manos vas a querer escribir, ¿las tuyas? ¿las de alguien cercano? Una buena idea es hacer un pequeño listado de las acciones que esas manos suelen realizar, por ejemplo: cortar verdura, doblar ropa, escribir con pluma, escribir con tiza, amasar pan, coser con dedal…En fin, las acciones concretas son la vida cotidiana de las manos y siempre podemos usarlas para describir lo que las manos realizan. Te animo a que empieces describiendo físicamente las manos sobre las que vayas a escribir a través de una de esas acciones concretas: ¿son manos grandes, pequeñas, huesudas? ¿qué te evocan?

Las manos a menudo cuentan historias, lánzate a escuchar las historias de unas manos. La forma en que se mueven o sencillamente lo que nos transmiten. Pueden ser manos conocidas (te lo recomiendo) o bien puedes ficcionalizar la vida de unas manos de alguien que hayas observado, aunque no las conozcas bien. Tú eliges. Al leer los siguientes textos, quiero ilustrar la idea del ejercicio. Hay muchos textos sobre manos (sobre todo, poemas) pero aquí únicamente te pongo dos para ayudarte a inspirar tu texto:

Las manos de mi madre

Las manos de mi madre tienen muchas pecas, manchas de tiempo, marcas de vida que van ocupando espacios diminutos en un silencio minucioso. Son espacios oscurecidos por noches de ausencias, por los numerosos partos que le hacían acariciar su abultado vientre mientras esperaba. Son pequeños rastros de historias que se quedaron en su cuerpo como si esperasen lo que estaba por venir.

Las manos de mi madre han amasado roscones gigantes, suficientes para alimentar a toda la familia, la noche de invierno en la que los Reyes Magos visitaban nuestra casa. Han dibujado mundos acuarelados, han desatado páginas de historias vividas e imaginadas…. Su índice ha cortejado a la cámara para que atrapara decenas de árboles vestidos de ocre y oro. Y así sus manos a través de los años aprendieron a dar y a soltar, como las olas del mar en una danza cíclica.

Las manos de mi madre están llenas de secretos. Esconden todas las historias que recibió de su madre... Porque las manos de mi madre acariciaban las manos de mi abuela como si entre ellas trenzaran códigos conocidos, como si nuestras manos, y las manos de nuestra madre y de nuestra abuela supieran el camino a casa.

(texto de María Henríquez B.)

Las manos de mi madre, Mercedes Sosa.

Las manos de mi madre

parecen pájaros en el aire.

entre sus alas heridas de hambre.

Las manos de mi madre

saben que ocurre por la mañanas,

horno de barro, pan de esperanza.

Las manos de mi madre

llegan al patio desde temprano,

cuando ellas juegan junto a otros pájaros...

Junto a los pájaros que aman la vida,

y la construyen con el trabajo,

arde la leña, harina y barro,

lo cotidiano se vuelve mágico,

se vuelve mágico, oh, oo, ooo

Las manos de mi madre

me representan un cielo abierto,

trapos calientes en los inviernos.

Ellas se brindan cálidas,

nobles, sinceras, limpias de todo,

cómo serán las manos

del que las mueve gracias al odio.

Las manos de mi madre

llegan al patio desde temprano,

cuando ellas juegan junto a otros pájaros...

Junto a los pájaros que aman la vida,

y la construyen con el trabajo lo cotidiano se vuelve mágico.

PROPUESTAS DE LOS OYENTES PARA EL EJERCICIO 4

Cada viernes y sábado, durante muchos años, llegaba allí sobre la media noche, vestida con mis mejores galas y con la ilusión de una quinceañera. Las luces, la música, el calor de la gente, todo me envolvía, me encontraba con conocidos que me daban seguridad y con desconocidos que me despertaban curiosidad, entraba en otra dimensión de mí, como si me expandiera, bailaba, reía, miraba, observaba y el reloj corría a toda velocidad, cuando menos me lo esperaba ya eran las cuatro de la madrugada y el ritual mandaba cambiar de lugar, llegaba allí, bajaba las escaleras, sintiéndome como una diosa, casi flotando, hasta que de nuevo las luces, la música y el calor de la gente volvían a poner en movimiento mis pies y seguía la fiesta hasta las siete de la mañana. A veces con los primeros albores y a veces con la luz del día regresaba a mi templo, mi casa, con los pies cansados y el corazón lleno, me acostaba y hasta que el sueño me atrapaba, me recreaba recordando lo vivido.

La cocina de mi abuela

Recuerdo la cocina de mi abuela Mamaita como el lugar principal de reunión de la familia. Siempre acechaba en sus armarios, nevera y fogones rica comida y bebida. Nunca faltaba en la talega el pan de puño, bizcocho y queso duro. Era una cocina humilde sin decoraciones, solamente tenía lo necesario, pero allí pasábamos muy buenos momentos. A menudo recuerdo el olor característico a aceite caliente en la sartén cuando mi abuela freía las papas.

Un dulce sabor a sal

El Confital, playa de confites, desparramado paquete de roscas de seba calcárea ya consumidas por los humanos, rincón último y natural de La Isleta agreste, malpaís rojinegro, paisaje de roca viva aferrada a la tierra y de piedra fragmentada a golpe de tiempo. Me gusta adentrarme en su cosmos en el orto o en el ocaso, cuando el sol aún medio dormido o ya exhausto a punto de partir, me acaricia dulcemente uniendo su mano paternal a la maternal brisa de los alisios. Su accidentado relieve volcánico me invita a subir y bajar por su reseca superficie a diario entre salados, cardones, uvas y lechugas de mar, plantas espinosas sedientas de agua que me recuerdan lo peligroso que es trompicar. Entre el cielo y mi cabeza revolotean libres cernícalos y gaviotas, mientras que a mis pies los lagartos huyen despavoridos buscando una guarida segura. La cima es una triste síntesis de nuestra historia: una cruz desvencijada y remendada luce su raquítico triunfo sobre una Cueva de Los Canarios abandonada por sus primitivos moradores y por las instituciones. Desde allí, al borde del precipicio, contemplo toda la ciudad y sus dos orillas, las montañas de la isla profunda y el mar con su horizonte infinito. En la soledad de la cresta, todo se ve, se siente, se oye, se piensa y se respira diferente, con especial hondura. La compañía permanente de la sinfonía marina y del olor a maresía, adquieren un particular tono intenso y el tiempo parece detenerse. Los charcos de la orilla me invitan a sumergirme en el agua y en el maguado adiós, hasta mañana, me llevo en los labios y en la piel un dulce sabor a sal.

Es pequeño y lleno de color y vida. Me saluda cuando a casa llego llenando mi alma de luz. Cuando agobiada estoy se convierte en mi refugio. Les cuento mis pesares y alegrías a plantas y flores mientras las cuido y las mimo. Les pido permiso para podarlas, transplantarlas o cambiarlas de sitio. Me entienden y dan las gracias. Hay una complicidad tal que el respeto es mutuo. Me siento segura, feliz allí. Tanto que salgo con energías renovadas.

Eres pequeño, no dejas espacio para mis pies. Ceñida al volante, la mayor parte del tiempo que paso contigo voy de aquí para allá, con el tictac de los minutos sobrevolando mi mente ocupada en organizar lo que me queda del día. Sin embargo, contigo me siento libre, en ti encuentro a un confidente a quien explicar mis últimos pensamientos, mis preocupaciones o mis nuevos proyectos. En ti encuentro paz, un momento o varios momentos para mí. Después de un extenuante viaje o de una larga reunión, sólo con pensar en encontrarte esperándome en la plaza 103 de la planta 2, el regocijo me invade, porque ya vuelvo a casa, a mi hogar, a mi rincón amigo.

A la salida del colegio nos parábamos mis amigos y yo a jugar en el parque. Concretamente en un jardín presidido por dos esculturas de cal blanca, dos “pajaritas de papel”. Las dos, frente a frente, como si charlaran o estuvieran a punto de besarse, con un pequeño e insignificante chorro de agua entre medio. Delante de ellas jugábamos al escondite o a la pelota. A veces, habíamos utilizado una de las pajaritas para jugar al “un, dos, tres, al escondite inglés”. Era un rincón tranquilo, un poco alejado de la mirada de los mayores, donde nos sentíamos libres. Los bancos servían de parapeto, portería o escondrijo; los árboles, de sombra y cobijo. Cuando me hice mayor, descubrí que las pajaritas eran un monumento de tiempos de la República; un monumento al diálogo en aquellos tiempos confusos. Su autor, Ramón Acín (que, además, era amigo de mi abuelo, cosa que yo desconocía) fue fusilado al comienzo de la insurrección. Pero el franquismo, aunque intentó borrar de la memoria su nombre, fue incapaz de derribar las humildes pajaritas. Ahora son todo un símbolo de mi ciudad, Huesca. Y a mí se me mezclan mis recuerdos felices de infancia con estos más tristes. ¿Será que en toda felicidad hay escondido un lado oscuro? ¿O es al revés?

Cierro los ojos y me encuentro de nuevo, una vez más, en "Nido Paraíso". "Nido Paraíso" es el lugar más mío, el más privado de mi existencia. Siempre pienso: ¡¡Ay, si este lugar hablara...!! Aquí vuelo sobre todo el valle cuyo nombre me sabe a música en todos mis sentidos... La Orotava. Al fondo contemplo el Puerto de La Cruz, el Teide, el mar... el infinito. Desde arriba, dónde estoy, el mundo se expande, las normas se desdibujan, la vida es sólo unas horas. ¡Todas mías! No existe antes, ni después, sólo hay, AHORA. Me recuesto en mi sofá blanco, como todo lo que hay en esta casa, y me lleno de la plenitud de lo sabido, de lo que no hay que demostrar, de nada que no sea yo misma. ¡Sólo soy! Vivo con una intensidad acuciante esas 48 horas que me regalo y que sólo me pertenecen a mí, antes de volver a incorporarme a mi vida normal, estas que me hacen llenarme de reservas para los meses por venir hasta volver a escapar, yo sola, a "Nido Paraíso".

Una habitación de un pequeño apartamento en Boston, caro como el demonio, pequeño como una caja de zapatos y repleto de historias que me cambiarían para siempre y por las cuales estoy y estaré profundamente agradecido. La habitación no era mía, ni llegó a albergar nada que fuese mío, más allá del peso de mi cuerpo cansado sobre la alfombra, la vibración de mi risa desenfrenada y mis suspiros de alivio tras la jornada en la universidad, y mi música, la que hice con mis amigos en esa habitación. Si cierro los ojos todavía puedo pasearme entre sus paredes mientras afuera cae la nieve. Puedo pasear mis dedos sobre la lámpara de estudio, la de la mesa de madera que da a la ventana. Puedo abrir el cajón del escritorio y encontrarlo todo como estaba, pasear mis dedos hasta la esquina de la mesa y saltar con ellos hasta la ventana de la habitación. Puedo sentir el frescor del cristal sobre las yemas de mis dedos. Puedo ver el vaho que separa mi aliento del callejón de atrás. Me dejo distraer por el ruido de la calefacción del edificio, el pitido del vapor silbando por un agujero del radiador empotrado en la pared de ladrillos. De las muchas cosas que recuerdo con cariño, ese silbato histérico no ha llegado a ser una de ellas, al menos de momento. Recuerdo mis sentidos abriéndose en esa habitación. Mis oídos contándome la historia de la música que mis amigos del alma ponían en el televisor, las papilas de mi lengua abriéndose en canal al degustar la pizza del deber cumplido, mi tacto enseñándome la suavidad de la alfombra, la gravedad aliándome con el suelo hasta poder respirar con la profundidad de todo mi cuerpo, y mis ojos apreciando películas inesperadas y series esperadas. Y cuando todo se alineaba, traíamos los instrumentos y comenzaba la música. Una música espontánea, sincera y agradecida, alimentada de percusión, contrabajo y teclado, con bromas y dudas, con certezas y entrega. Esa música resonó en la habitación más noches de las que recuerdo, hasta barrer nuestra presencia de ella como espuma sobre arena. Mas no siento tristeza ni apego cuando recuerdo esa habitación, porque en ella no hubo nunca nada mío, más que el gozo de mi corazón que sigue latiendo con música, música para encontrarnos de nuevo.

Mi cuarto de la azotea

Tendría unos 13 años, cuando me mudé de la habitación que compartía con mis hermanos a una de las habitaciones de la azotea. Llegue con mi mochila al hombro, sábanas en una mano y la almohada en la otra. Abrí la puerta y las ventanas de par en par. Y fue, como si me recibieras con los brazos abiertos. A partir de entonces, serías, mi cuarto de la azotea.

- Y así fue. Tantos años después, y te recuerdo aún como moraste en mí. La ilusión en tu cara dejando tus cosas y corriendo a por más. A los pocos minutos regresaste con tus discos, cintas de casete y tu picú. Desde ese momento, la música también moró en mí.

- En mi joven imaginación, me pareció sentir una emoción mutua. De repente pasaste de ser una habitación deshabitada y oscura, la mayor parte de las veces, a acoger a un adolescente con todo lo que eso significa. ¡Qué sensación de independencia!

- Todo cambió para ambos. Me decoraste con pósters de baloncesto y coches de rally. Cochón al suelo. Siempre las ventanas y la puerta abierta. Incluso cuando llovía. Te gustaba sentirte cerca de la lluvia, y el viento. Aunque nos mojáramos un poco, que más daba. Y los días de mucho calor, colchón cerca del quicio de la puerta para mirar las estrellas. Era todo sensaciones en ebullición.

-Quizás, sea mejor que cuentes nuestra historia tú.

-Sólo lo trascendental, por favor. No podemos extendernos mucho.

-Bien. Pues diré que me fuiste cambiando de decoración según crecías. De los pósteres de baloncesto y coches, pasaste a Bob Dylan, Bob Marley, El Che, poemas y letras de canciones. Siempre eché de menos, que no colgaras en mis paredes tus propios escritos. Los cuales terminaban irremediablemente en la papelera. Tus tertulias con los amigos, risas y sueños la mayoría de los días. Pero, en ocasiones, también lágrimas, miedos y frustraciones.

Te fuiste muy pronto a vivir fuera, creo que tenías 15 años. Pero las navidades y veranos eran nuestros. Nuestros reencuentros nos llenaban de vida. Empezaste a descolgarme los pósteres para cambiarlos por fotos. De personas y lugares, que hablaban inequívocamente de tus experiencias, y que, compartías conmigo en voz baja. Empezaron los envíos de cartas dentro de sobres rojos, y esa impaciencia por recibir las respuestas. Todo ha ido muy rápido amigo mío.

Prométeme, que cuando llegue el momento de despedirnos definitivamente, pasarás unas horas dentro de mí, repasando todo lo vividos juntos. Al fin y al cabo, soy tu cuarto de la azotea.

-¡Prometido! También te prometo, que pronto colgaré este escrito en tus paredes, y que no será el único. Te los debo. Al fin y al cabo, soy tu morador.

Con los ojos cerrados recuerdo aquella noche, víspera del día de Reyes, que no cerraba los ojos esperando ver a los Reyes Magos; con mucha ilusión el día anterior le había preguntado a mi padre por qué no me habían traído una bicicleta que les había pedido en mi carta. Como me respondió que seguramente sería porque tendrían prisas o porque les había puesto poca hierba a los camellos o hierba que no les gustaba, salí a recopilar por todas partes de las fincas y montañas las mejores hierbas, después de preguntar a los vecinos cuáles eran las mejores. Recuerdo la montaña de hierba que les puse a los camellos delante de la puerta de mi casa y le comenté a mi padre que ahora seguro que me pondrían la bicicleta que seguía pidiéndoles. Con tanta ilusión que no podía dormir en toda la noche, con los ojos bien abiertos y muy atento de los ruidos para ver a los Reyes llegar. Y en ese espacio oigo unos ruidos, me levanto de la cama y al salir a la puerta para verlos, cuál fue mi sorpresa y que no olvidaré nunca, vi a mi padre cogiendo la hierba y tirándola por un barranquillo que había detrás de la casa. Recuerdo que lloraba y le gritaba a mi padre que por qué la tiraba, que los camellos no tenían para comer y que luego se irían sin dejarme la bicicleta. Recuerdo mi enfado y ver la cara de mi padre que ya no sabía qué decirme, llorando y abrazando a mi madre, agarrado a sus piernas. Recuerdo oír a mi padre diciéndole a mi madre “me cago en el mundo, es que me vio tirando la hierba”. Al año siguiente nos fuimos a vivir a otro pueblo y volví a pedirles a los Reyes la bicicleta tan deseada, pues en ese pueblo estaban de moda las patinetas de ruedas de gomas que se inflaban. Mis padres me dijeron que era muy pequeño para bicicleta y mi sorpresa fue que ese año me pusieron una patineta de tres ruedas de plástico y goma que al día siguiente se abrieron y se me rompió. Ya no volví a pedir más la bicicleta, pero recuerdo la cara de mi padre de aquella noche y cómo se arrepintió de que lo viera. Yo le perdoné con el tiempo a pesar de que nunca tuve bicicleta. Recuerdo comentarlo muchas veces con mi padre y pedí que eso no me pasara nunca a mí.

Aquel verano de aquel año, que no recuerdo bien cuándo fue, porque lo que importa es su recuerdo. Las tardes cargadas de juegos, de movimientos, de sensaciones, de espacio para saborear las meriendas; todavía puedo revivir aquellos momentos. La casa era grande, pintada de blanco por dentro y por fuera y el techo cubierto de tejas; con árboles a un lado y a otro. Recuerdo el ir y venir de los niños que en esa edad no parábamos quietos, mis primas, mi hermana y yo, jugando, corriendo. Me da nostalgia, pero alegría al mismo tiempo, porque esa etapa de la vida, sin preocupaciones, siendo felices como cualquier niño o niña, es lo que corresponde. En el exterior de la casa había un jardín muy grande, dividido en espacios con flores preciosas; recuerdo que había rosas, puedo revivir sus colores y olores y el sonido de las piedras o el picón al pisar el suelo. Es increíble cómo lo recuerdo. Pero lo que nunca se me ha olvidado hasta el día de hoy son las hierbas aromáticas, sobre todo, el olor a tomillo fresco que me traslada a aquel momento cuando lo utilizo en mis guisos.

María del Pino Bolaños Montelongo

Tim me ofrece un poco más de cerveza casera. Esa cerveza afrutada y fresca elaborada por el mismo. Me invade una sensación agradable y conocida. En esa atmósfera de confianza me atrevo a compartir más con él. Al fin y al cabo fui a Nab a mejorar mi inglés, así que esas charlas desinhibidas y cómplices cumplen también esa función. Afuera llueve cats and dogs, como dicen los ingleses. Parece como si alguno de los lagos que nos rodean en las cotas más altas se hubiera desbordado. Todo se vuelve húmedo y gris. Nostálgico. El musgo de las paredes de piedra no logra retener ya más agua y llora empapado. Y en ese diluvio la voz de Tim se alza alegre invitándome a dar un paseo hasta Grasmere. El trío que formamos con su border collie avanza decidido entre charcos, recorriendo el sendero salpicado de goterones. La bruma nos rodea mientras atravesamos una pequeña zona boscosa. De repente, salimos de la espesura y, ante el lago, la mirada se pierde en el horizonte, tratando de dibujar el contorno de las casas del pueblo, donde ya se encienden las primeras luces. El camino de Rydal a Grasmere cambia cada día y a cada hora. A veces tenebroso, otras iluminado y colorido; cubierto por escarcha o adornado por helechos. En cualquier caso, siempre escuchó mis preguntas, algunas incluso las respondió. En visitas salpicadas en el tiempo, pudo también conocer a mi mujer y a mis hijos. Y siempre, siempre constituyó un lugar para acogerme y devolverme esperanza. Nab Cottage fue durante muchos años y en una secuencia estacional, bed and breakfast y centro de estudios. Allí convivíamos estudiantes de todo el mundo. Y a menudo pasaban por el lugar profesores de yoga, cuentacuentos, activistas y una variedad enorme de personas que enriquecían el espacio formativo creado por Tim y Liz. Si cierro los ojos un momento puedo ver mis paseos en canoa, entre los juncos, con la mirada puesta en las montañas heladas, y con cuidado de no molestar a las familias de cisnes. Este lugar, en el corazón del Distrito de los Lagos sigue representando para mí una meditación flotante y cercana, un lugar de calma en el que siempre fui recibido con cariño.

Cantó el gallo muy temprano, el nuevo día tardará en llegar. A través de las ventanas se va colando tímidamente la claridad. Detrás de las montañas el cielo pintado de amarillos y rosas se ilumina de dorados y naranjas llenando la estancia de luz. Una luz cegadora llega hasta el Pico,- esta estampa siempre me recuerda los versos de Agustín Millares […] “la primera montaña que divisa la aurora”-. Huele el pan en la tostadora, y el café comienza a salir. Los pájaros canturrean, saludándose y aletean entre las ramas de árbol en árbol. Una habitación, esta habitación con puertas y ventanas abiertas, se ha convertido en un continente en miniatura en estos últimos años. Hago silencio contemplando el nacer de la vida, la luz, el aire fresco y los cambios de colores. Enciendo la radio ¿música clásica o noticias?, más tarde cambiaré el dial a otra emisora, saltaré de programa en programa favorito. Es jueves en el 106.0 escucho Hoy por hoy, espero con ilusión a las 11:45 la sección “Papel y Pluma” mientras tejo una mantita, me llegan imágenes y conversaciones por zoom con alumnos de España y América; tiro de la lana y se desenrollan los recuerdos y me veo delante del ordenador siguiendo en directo conferencias de literatura donde los más de mil alumnos participaban activamente con sus comentarios. También transmisiones en las que he sido la única que ha seguido online el acto y la única que escribió un comentario y puso me gusta. Sonrío recordando un concierto multitudinario del Gen Verde en Navidad desde Italia, miles de personas de todo el mundo enviando mensajes amorosos en sus idiomas, mientras canto y bailo en casa, como en conciertos desde mi habitación del WOMAD, o Festivales desde Santa Ana, Las Ventas, Roma, Los Ángeles o INFECAR… El gran ovillo de lana tiene cuerda para rato. Hay muchos hilos y mundos en mi habitación desde donde miro las nubes, el sol, la cambiante luna, los planetas, las estrellas, las palmeras y escucho al mirlo y al gorrión.

María del Val Crespo Ares

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